Tántalo, hijo de Zeus, reinaba en Sípilo, Lidia, y era extraordinariamente rico y famoso. Si jamás los dioses olímpicos habían honrado a un mortal, éste era Tántalo. En consideración a su elevada alcurnia le distinguieron con su íntima amistad y, finalmente, le permitieron comer a la mesa de Zeus y escuchar cuanto los inmortales hablaban entre sí. Pero su espíritu humano, lleno de vanidad, no supo mantenerse a la altura de aquella felicidad sobrehumana y comenzó a faltar a los dioses de muy diversas maneras. Revelaba a los mortales los secretos de los olímpicos; robaba de su mesa néctar y ambrosía y repartía el producto de su latrocinio con sus compañeros terrenales; escondió el precioso perro de oro que otro sustrajera del templo de Zeus, de Creta, y al reclamarlo el dios, negó bajo juramento haberlo recibido. Finalmente, en el colmo ya de la insolencia, invitó a los dioses a un banquete, y, para poner a prueba su completo conocimiento de todas las cosas, mandó sacrificar a su propio hijo Pélope y aderezarlo y servirlo a la mesa. Sólo Démeter, sumida en dolorosas cavilaciones por el rapto de su hija Perséfone, comió una paletilla del horrible manjar, mientras los demás dioses, dándose cuenta de la atrocidad, echaron en un caldero los miembros descuartizados del muchacho, y la parca Cloto les dio nueva vida con renovada belleza. El omóplato consumido se reemplazó por uno de marfil.
Tántalo había colmado la medida de su maldad y los dioses lo arrojaron al Hades, donde fue sometido a terribles tormentos. Estaba en un estanque cuya agua le llegaba hasta la barbilla, y sin embargo sufrían una sed devoradora, sin poder jamas alcanzar el liquido que tan cerca tenía. En cuanto se agachaban para llevar la boca hasta le agua, ésta se secaba y el oscuro suelo aparecía a sus pies, como si un demonio hubiese vaciado el agua. Padecía ademas de un hambre cruelísima. Detrás de él, en la orilla del estanque, se elevaban magníficos frutales, cuyas ramas se curvaban sobre su cabeza. Cuando se incorporaba, se reflejaban en sus pupilas jugosas peras, manzanas de Roma piel, relucientes grandas, apetitosos higos y verdes olivas; pero no bien trataba de cogerlas con la mano, soplaba un viento tempestuoso y repentino que levantaba las ramas hasta las nubes. A este suplicio infernal se unía un constante terror de la muerte, puesto que había una enorme roca suspendida en el aire sobre su cabeza y que amenazaba desplomarse a cada momento. Así aquel ofensor de los dioses, el desalmado Tántalo, se vio condenado a sufrir un triple y eterno martirio en el inframundo.
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